Ruta D-485 s/n, Montegrande (comuna de Paihuano) Categoría Monumento Histórico, por Decreto nº 2174 del 24-08-1979.
En esta casa, de adobe y abierto corredor hacia un ancho patio, vivió Gabriela Mistral (entonces Lucila Godoy Alcayaga) toda su inolvidable infancia (1892-1899) y, a su vez, su escuela de aprender tempranamente las letras primeras y su crecer en medio de unas montañas salvajes. Será este paisaje-naturaleza el que llevará por siempre intensamente en su memoria.
A Montegrande había llegado cuando apenas tenía tres años, toda vez que su hermana Emelina, tan sólo de 18 años, llegaba a partir de marzo de 1892 a la Escuela N° 3 de Montegrande como preceptora interina. Venía ella (con su sexto año de preparatoria cumplido) de ejercer como maestra-ayudante en la Escuela de Paihuano a una aldea rodeada de grandes fundos (El Ajial, El Pozo, Las Palmas) de producción agrícola y cultivadores de frutos y viñedos. Lo significativo que será este lugar en la formación de una niña como Gabriela Mistral…
Montegrande había dado a Gabriela Mistral los cuatro primeros años de escolaridad de la mano de su hermana preceptora; además, ese Montegrande en un valle cordillerano de Chile llamado Elqui, le daba para siempre una infancia que fue, en definitiva, su patria real y verdadera.
“Un valle cordillerano de Chile cubrió mi infancia. El valle de Elqui es la cuchillada más estrecha con que un viajero pueda encontrarse en cualquier país. Se camina por él como tocando con un costado un cerro y con el otro el de enfrente, y aquellos que están acostumbrados a holgura en el paisaje, se sienten un poco ahogados cuando van por el fondo de ese corredor de montañas salvajes. Estoy segura de que las niñas de la escuela de mi hermana, cogidas de la mano, daban la anchura máxima del valle”.
Ese valle cordillerano fue verdaderamente toda la infancia de Gabriela Mistral, y su hogar la escuela misma de Montegrande, donde su hermana Emelina Molina Alcayaga (hija de una pareja anterior de su madre) se desempeñaba como maestra preceptora interina y rural. Mientras su madre (Petronila Alcayaga Rojas) prepara la huerta, cultiva el jardín o borda la tela, la niña Lucila crece y muda sus días al ritmo de las canciones (“que caían dulces y mansas como la claridad de la luna”) escritas, entre las ausencias y retornos hogareños, por su padre.
El padre, Jerónimo Godoy Villanueva, ha abandonado definitivamente el hogar. No habrá ya más familia que la niña Lucila, su hermana Emelina y doña Petronila, su madre. “El padre anda en la locura de la vida y no sabemos lo que es su día”.
Robando horas al descanso, su hermana Emelina (15 años mayor que Gabriela) le enseña las primeras letras, la educa, es su devota y generosa guía (“cuanto sé y quién soy se lo debo a ella”) en la muy particular escuela primaria que tiene en su propia casa. Emelina será después la mismísima imagen, humana y lírica, en los versos célebres de La maestra rural: “Vestía sayas pardas, no enjoyaba su mano / ¡y era todo su espíritu un inmenso joyel!”.
En esa escuela, y a los cinco-seis años, aprende perfectamente a leer. Un Manual de Historia Sagrada –que parece ser el libro usual en la aldea elquina de Montegrande– es uno de los primeros textos que cae en sus manos. Le llama vivamente a interés el ancho desplegamiento de estampas, las láminas de escenas religiosas, las motivadoras representaciones bíblicas, “todo en un chorro de criaturas religiosas que me inundó la infancia”. Se siente más discípula del texto que de la clase, “porque la distracción, aparte de mi lentitud mental, medio vasca, medio india, me hacían y me hacen aún la peor alumna de una enseñanza oral”.
Pero también decía: “Yo era una niña triste, una niña huraña. Y mi madre sufría que su niña no jugara como las otras. Y solía decir que tenía fiebre, cuando en la viña de la casa me encontraba conversando sola con las cepas retorcidas y con un almendro esbelto y fino”. Además, se entretiene con juguetes que son de su gusto: huesos de fruta, vidrios de colores, piedras de formas extrañas. Escucha por primera vez, jugando a la “gallinita ciega”, la palabra Albricia (un objeto escondido que se busca, un hallazgo): “Tengo aún en el oído los gritos de las buscadoras y nunca más he dicho la preciosa palabra sino como la oí entonces a mis compañeras de juego”.
Así también los cielos elquinos, con sus mañanas tan llenas de sol y sus noches tan hervidoras de astros, la maravillarán desde muy temprano. “Yo no puedo llevar otros ojos que los que me rasgó la luz del valle de Elqui, que tuve en mis niñeces, y que no quiero olvidar”, dice. Ojos bebedores de luces que irían a la par de sus propias tablas astronómicas: eclipses, cometas, llenos y cuartos de luna, lluvia de estrellas, equinoccios y solsticios y aquellas tantas constelaciones y cosas sucedidas en cielos elquinos netos de observar.
Este acercamiento a los primeros fenómenos astronómicos los tendrá Gabriela Mistral en 1893, el año llamado por los elquinos de “la gran oscuridad”, con motivo de un eclipse total de sol, “con un sol negro tirante a verde oscuro”. Y ella de “cuatro añitos” jugando en el patio de su casa, a las 14:36 de ese domingo 16 de abril, “y mi madre, entre decires de salmos y ensalmos, llamándome: ¡Ven chiquita, que llegó la noche!”.
La naturaleza y el paisaje del valle de Elqui que rodea a Montegrande, con sus montañas, su río y sus huertos de árboles frutales, constituye su patria real y verdadera (“La patria es el paisaje de la infancia”, dirá ella años después recordando esa infancia).
También, ya con siete u ocho años de edad, colabora junto a otras niñas en la cosecha y “pela” del durazno, y hasta en la preparación de arropes, uvates y otros dulces caseros del valle.
La deslumbra un parque o huerto medio botánico y zoológico que conoce en el fundo Las Palmas, del hacendado Adolfo Iribarren: “Allí me había yo de conocer el ciervo y la gacela, el pavo real, el faisán y muchos árboles exóticos, entre ellos el flamboyán de Puerto Rico, no menos que la higuera”. El hacendado y naturalista elquino le enseña el nombre de las plantas y flores o la instruye en la historia de los animales. Aprende geografía y botánica (“de la cual me habría de enamorar más tarde”). También adquiere elementales conocimientos de astronomía.
En 1899, cuando cumple sus diez años de edad, y en el día de la Virgen Inmaculada (8 de diciembre) realiza, vestida de traje blanco, su primera comunión en la Iglesia San Francisco de Montegrande, vecina a su casa-escuela. También se fascina al escuchar (lo que no tiene en libros) de boca contadora de las gentes mayores elquinas, relatos y cuentos, fábulas y leyendas: “Dos o tres viejos de aldea me dieron el folclore de Elqui, y esos relatos con la historia bíblica que me enseñara mi hermana maestra en vez del cura, fueron toda, toda mi literatura infantil”.
Con el inicio del siglo XX, Gabriela Mistral inicia también otra etapa de su vida al ingresar a la Escuela Superior de Niñas de Vicuña y terminar su último curso de preparatorias. Dejaba así su Montegrande, pero “yo no preguntaba nada porque tenía, novedoso y portentoso, mi valle de Elqui en derredor, pues a mis diez u once años yo habitaba mi propio Elqui, el reino de todo niño, alhajado de maravillas muy simples: unos guijarros de río que para mí eran gemas de la Reina de Sabá, unas plumas de faisán que me había traído un arriero recogiéndolas quizás dónde, y la mata de jazmín que era mi Alhambra perfumada”.
Esa patria feliz de la infancia, que fue vivencialmente en ella Montegrande, quedará para siempre en su memoria.
EN LA ACTUALIDAD:
La vieja casa se ha preservado, con sus gruesos muros y pisos de madera. Administrada por la Municipalidad de Paihuano, funciona como museo de sitio, con una exhibición de fotografías y objetos relacionados con la poeta, así como muebles y artículos que permiten recrear su aspecto original.